La emergencia que no se resuelve nos devasta. El dilema
sin respuesta se expande como una tinta sombría por el paisaje, y acaba por
enturbiar la luz.
La herida que no se cura se cronifica y acaba poniendo en
peligro al organismo entero. Hay saetas que se nos clavan y que amenazan con
matarnos si no encontramos la manera de arrancar la carne emponzoñada.
Ante los desafíos
ineludibles, es prudente posponer nuestra respuesta por un tiempo, pero solo el
justo, solo el imprescindible: no esperar más allá forma parte también de la
prudencia. Llega un momento en que toca dar respuesta, en que no darla sería
peor que dar una inadecuada. Porque a veces las cosas son así: se aceleran, se
precipitan, copan el ánimo como un ejército invasor, y, más allá de un punto,
darles vueltas solo nos sirve para caminar en círculo.
Entonces hace falta algo
más que prudencia: hace falta coraje. El coraje de hacer lo adecuado aunque nos
repugne, pues nadie lo hará por nosotros. El coraje de correr el riesgo de
errar y apagar el fuego con fuego (aunque así se extingue a veces). El coraje de
quedar expuesto a ganar y ser ignorado, o a perder y ser acusado. Los éxitos, a
veces, se elogian; los fracasos se reprochan siempre; pero lo más patético es no
dar respuesta.
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