La mayoría de la gente no quiere resolver sus problemas.
Lo que queremos, en general, es hacerlos llevaderos, librándonos, en la medida
de lo posible, de sus malas consecuencias, a menudo haciéndoselas pagar a
otros.
Siempre que podemos y con las artimañas que se nos ocurren, endosamos a
los demás (o al destino, o a nuestra triste infancia) la responsabilidad de lo
que nos sucede e incluso de lo que somos y hacemos.
Sartre llamaba «mala fe» a
esta tendencia tan humana a culpar al mundo de lo que, en realidad, depende de nosotros.
Mala fe, en efecto, cuando se puede elegir algo distinto y uno permanece
anclado en lo conocido, seguramente, por pereza o por temor. ¿Cómo interpretar,
si no, este apego a nuestras dificultades habituales? ¿No será que creemos
necesitarlas de algún modo, que no nos atrevemos a concebirnos sin ellas? ¿No
será que tienen, como dicen los psicólogos, ganancias secundarias, consecuencias
que de algún modo nos convienen y a las que no queremos renunciar? ¿No será que
en su aparente desamparo nos procuran refugios o beneficios clandestinos? Al
menos podríamos reconocer que en nuestros problemas no se vive tan mal, que son
lo que buenamente nos ha salido y no tenemos ganas de esforzarnos por superarlos.
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