Buena parte de nuestras inquietudes proceden de la
confusión entre lo que es nuestro y lo que corresponde a los demás. En los dos
sentidos ―lo mío en el otro, lo ajeno en mí―, esa proyección nos pierde y nos
hace sufrir en balde: pretender que los otros den la cara por nosotros, o creer
que podemos hacernos cargo de las responsabilidades ajenas. Hay que estar atentos
para ser fieles a aquello de «A cada uno lo suyo».
Esa confusión no es
gratuita, no sucede casualmente o por mera ignorancia. Apropiarnos de lo ajeno
nos sirve para sentirnos importantes, y más a menudo para evadirnos de lo
nuestro. Cuando protegemos más de la cuenta, cuando tomamos decisiones que no
nos competen, cuando confundimos la amistad con la intromisión, estamos
alimentando a nuestro ego a costa del otro, o por lo menos estamos
distrayéndonos de la tarea que nos concierne. Aun más evidente es lo que ganamos
delegando lo nuestro en los demás: la vida pesa, la libertad da miedo, siempre
es una buena coartada tener a alguien a quien echarle la culpa.
Por lo que respecta a la
responsabilidad, muchos intentarán cargarnos con las suyas: hemos de apresurarnos
a devolvérselas, como si hubieran perdido la cartera por la calle: «Me parece
que esto es tuyo».
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