Primero somos personajes y con el tiempo y el esfuerzo
logramos ser personas. Personajes: el hijo, el amigo, el alumno… y,
abarcándolos a todos, esa gran amalgama de artificios que es el yo, la
identidad que expresa nuestro nombre. El yo viene a ser la síntesis de los personajes,
el personaje por antonomasia.
¿Y la persona? La
persona es lo que queda cuando quitas todas las capas de cebolla del yo, o sea,
nada, o, si se quiere, una mera presencia, un puro estar que no hay por dónde
agarrar. Un temblor, un proyecto, una intención, un sueño.
No odiamos a la
persona, que nos es desconocida, sino al personaje, que es el que establece
determinados vínculos con nosotros. Y de todos los vínculos, solo el amor,
quizá, llega al meollo indefinible, al puro existir; lo entrevé a través de la
urdimbre de personajes, es capaz de conmoverse ante él, de sentirse agradecido
por su existencia ―«una alegría acompañada por la idea de su causa
exterior», lo define Spinoza―, capaz de entregarse a ella casi incondicionalmente.
Pero, ¿cómo nos convertimos
de personajes en personas? Trascendiendo al personaje, sus guiones y sus artificios;
descubriendo y haciendo valer la dignidad y la libertad; amando y, quizá,
siendo amados.
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