Cuando algo nos abruma y, por vueltas que le demos, no
sacamos agua clara, podemos hacer algo útil: aparcarlo de momento e ir a otra cosa.
A veces, para hallar una respuesta ―incluso incompleta y provisional― lo mejor es alejarse
y dejar que las cosas maduren por sí solas. Puede que la intuición nos ofrezca
opciones inéditas, concibiendo nuevas perspectivas del problema y despertando
ocurrencias más allá de la razón.
Hay una sabiduría que
reside en el cuerpo, y por eso es bueno recurrir a él cuando la mente entra en
colapso. Levantarse, cruzar la puerta y salir al mundo. Dar un paseo en una
mañana soleada, dejarse acariciar por el sol de invierno y por la hospitalaria
naturaleza. Ensanchar el panorama, divisar lejanías que nos liberen de la
estrechez de nuestros muros. Descansar del parloteo confuso del cerebro,
exponiéndonos al rumor del viento o el canto del agua, al vuelo de los pájaros o
lo remoto de los horizontes. Volcarse en lo exterior, ajeno a nuestras narcisistas elucubraciones, puede bastar para aproximarlas a su nulidad. Charlar con alguien de
fruslerías, intercambiar unas sonrisas, ver correr a unos niños, transmite una
verdad difusa que nos sosiega. Los franceses lo llaman «el gran aire», nosotros
aire libre: todo alude a la amplitud frente a la obcecación.
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