Por poco de moda que esté, hay que defender la cortesía.
Ella nos hace la vida más fácil y el mundo más suave, razones de sobras para nuestra
gratitud. Tal vez una sonrisa cortés no salga del alma, pero no por eso es mentirosa,
si no se le pide más que un buen deseo.
Necesitamos el amor en
nuestra intimidad, pero en la calle o en el trabajo basta con una buena predisposición.
Entre extraños o conocidos de compromiso solo nos hace falta saber que nadie es
enemigo, que predominan las buenas intenciones. Sería absurdo pretender que un
desconocido nos quisiera, o que se preocupara de nuestra salud: al fin y al cabo,
en su mundo no somos más que una anécdota, o ni eso, una mera sombra. Pero un
intercambio afable de miradas, un aire pacífico, un comentario sobre el tiempo
dicen muchas cosas que confortan el alma: que se nos ve y se nos respeta, que
podemos relajarnos porque no se nos quiere mal, que hay mucha gente que es como
nosotros: que sufre y se alegra, que se pierde y se encuentra; que hay solidaridades
que nunca se expresarán pero son posibles.
La cortesía es un amor
tibio por los semejantes, es un respeto y una cordialidad que flotan en el
aire, es mostrarse dispuestos a hacernos mutuamente la vida más llevadera y más
grata: vive y deja vivir.
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