Primordialmente,
no hablamos para intercambiar información, sino para sentir que no estamos
solos. Expresar una vivencia negativa es menos amenazante que una emoción callada,
y por tanto menos dañino para la salud y el equilibrio psíquico. El hecho de
compartirla, de verbalizarla, de encontrarle testigos o cómplices, atenúa su
poder destructivo.
Por eso tenemos tanta necesidad de hablar, y hablar es el
vínculo por excelencia, un vínculo tejido con simbolismos cargados de emoción.
No hay más que ver con qué ansia se desenvuelven las conversaciones en un grupo:
cada cual habla sobre todo de sí mismo («Pues yo…»), y es como si hablar de uno
mismo (y ser escuchado, aunque sea con poca atención y un interés casi nulo por
parte de los demás) fuera un signo de pertenencia al grupo, reafirmara esa
pertenencia o incluso la construyera (poder vinculante de la conversación).
Una
conversación, por otra parte, es un intercambio: tú hablas y yo escucho, yo
hablo a continuación y entonces escuchas tú. Al hablar, somos; al ser escuchados,
corroboramos que somos. Es aquel «Te veo» de la película Avatar: los seres humanos podemos soportar las peores iniquidades
por parte de los demás, pero no que no nos vean, que no nos escuchen, que no
nos den la oportunidad de ser.
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