Necesitamos las sonrisas, o, si se prefiere, la vida es mejor
con ellas. Cuando sonreímos se generan endorfinas, se serena nuestro ánimo y
mejora nuestra salud, nos sentimos mejor porque tenemos una buena predisposición
hacia el mundo: se diría que el (buen) humor es una forma de amor, de ese ágape griego que implicaba el aprecio
gratuito por todos.
Incluso cuando consiste en una mera urbanidad, ser objeto
de una sonrisa es un detalle reconfortante y tranquilizador; es recibir un mensaje
de buena intención y buenos deseos, un anuncio de respeto, reconocimiento,
aprecio; la muestra de una actitud abierta y conciliadora, una promesa de colaboración
y casi de abrigo.
Las sonrisas valen la
pena incluso cuando son una mera señal de cortesía, porque nos alivian y nos alegran,
porque abren puertas y entornan prevenciones y facilitan el intercambio. Pero pueden
ir más lejos: cuando la sonrisa llega al fondo del alma es un rayo de luz en el
pozo, es la palabra divina que despierta nuestro Lázaro enterrado, sediento de
amor y de amistad. Y hasta en la hipocresía, aunque la rechacemos de entrada,
hemos de ser capaces de descubrir un alma que prodiga y anhela reconocimiento,
o al menos tener la fiesta en paz. No seamos avaros en prodigar sonrisas.
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