Las relaciones amorosas ―y quizá las de todo tipo, pero
estas con más fuerza― empiezan a estropearse desde el momento en que el futuro
se impone al presente, cuando lo que se espera predomina sobre lo que se da y
se tiene, o más bien se adueña de ello.
El libre y espontáneo
compartir, tan fresco, tan grato, se quiebra entonces, y con la expectativa va
germinando la exigencia. El otro deja de ser un sujeto ―libre, autónomo,
natural― para convertirse en objeto ―instrumento necesario o al menos útil―;
hay que solicitarle, reclamarle, estudiarle, ponerlo a prueba y si es preciso
forzarle. Empezamos a mirarlo con ansia ―pues podría defraudarnos―, con miedo ―pues
podría traicionarnos―, con suspicacia ―pues podría engañarnos―. Lo analizamos
para calibrar hasta qué punto parece a la altura de nuestros sueños, como si
les perteneciera, como si forzosamente tuviera que inmiscuirse en ellos. Lo vigilamos,
no vaya a dejarnos solos, tirados en la cuneta, mendigando por no haber sabido
elegir bien a quien debería proveernos de sustento. Y como más tarde o más temprano
se insinúa la amenaza de que el otro no sea lo que esperamos, es inevitable que
nos asalten los celos y el rencor. Así es como el proyecto, que debería ser acicate
del presente, lo carga de cadenas.
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