martes, 25 de junio de 2019

La violencia de las expectativas

Las relaciones amorosas ―y quizá las de todo tipo, pero estas con más fuerza― empiezan a estropearse desde el momento en que el futuro se impone al presente,
cuando lo que se espera predomina sobre lo que se da y se tiene, o más bien se adueña de ello.

El libre y espontáneo compartir, tan fresco, tan grato, se quiebra entonces, y con la expectativa va germinando la exigencia. El otro deja de ser un sujeto ―libre, autónomo, natural― para convertirse en objeto ―instrumento necesario o al menos útil―; hay que solicitarle, reclamarle, estudiarle, ponerlo a prueba y si es preciso forzarle. Empezamos a mirarlo con ansia ―pues podría defraudarnos―, con miedo ―pues podría traicionarnos―, con suspicacia ―pues podría engañarnos―. Lo analizamos para calibrar hasta qué punto parece a la altura de nuestros sueños, como si les perteneciera, como si forzosamente tuviera que inmiscuirse en ellos. Lo vigilamos, no vaya a dejarnos solos, tirados en la cuneta, mendigando por no haber sabido elegir bien a quien debería proveernos de sustento. Y como más tarde o más temprano se insinúa la amenaza de que el otro no sea lo que esperamos, es inevitable que nos asalten los celos y el rencor. Así es como el proyecto, que debería ser acicate del presente, lo carga de cadenas.

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