Supongo que una de las señales de que estamos envejeciendo
es que las pasiones amorosas nos parecen algo exótico, cada vez más remotas e inverosímiles,
como una música que nos llega cada vez de más lejos.
Me lo noto, con cierta melancolía, sí, pero también
mucho alivio. Resulta que puedo acercarme a las mujeres de un modo simplemente
amistoso, sin fantasear con nada más, o sin que el deseo tome el mando. A veces,
cuando veo en una película una historia de amor, la contemplo sin identificarme,
con la simpatía ―y la compasión, palabra de idéntica etimología― que nos
inspira algo bello que ya no nos concierne personalmente. Asisto con ternura al
espectáculo de los dulces juegos de juventud, sintiendo que ya no son míos.
Y respiro de alivio, porque
el juego de los amores ―que nunca jugué bien― me hizo sufrir más que disfrutar.
Lo tomé demasiado a pecho, se me llenó de confusiones, desvelos, decepciones, a
veces con muy malas consecuencias. Lo miro en otros y pienso: Ahí está el
anhelo de la especie, espléndido y terrible. Que lo disfruten y lo sufran: yo
ya cumplí, con más o menos fortuna, pero ya hice lo mío. Ahora, viejo y
cansado, puedo retirarme a mi huerto y a mis bosques: Qué descansada vida la
del que huye el mundanal ruido...
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