Lo más triste del fin del amor es recordar las alegrías,
esos pequeños detalles que nos hacían tan felices. Las dichas sencillas son las
que perduran, como las de los niños.
De ellas han quedado señales por toda la casa,
como una arqueología de la ausencia: la maceta –ya seca por mi descuido– que regaba
con ternura; su letra en sus discos favoritos; propagandas que guardaba en los
cajones como pequeñas promesas de júbilo; la ropa que aún queda en los armarios,
oliendo a ella…
El amor no nos sobra, ni
siquiera el recuerdo del amor, ni siquiera la memoria tramposa de lo que se pareció
al amor. ¿Cómo no estremecerse cuando uno se encuentra sus vestigios? ¿Cómo no
sucumbir a la nostalgia, incluso cuando viene acompañada de estampas de amargura y desencuentro,
incluso aunque sepamos que nos miente? ¡Qué mentira más hermosa por lo que
tiene de regalo, y más terrible por lo que tiene de pérdida! Ya nada de todo eso
―la inocencia, la alegría, el cariño― es verdad, pero lo quiso ser. ¿Cómo no
sentirnos desvalidos ante esos retazos de suerte malograda, esos rasgones en la
frágil tela de la vida por los que entrevemos lo perdido? «Ya no te quiero, es
cierto, pero tal vez te quiero. ¡Es tan corto el amor y es tan largo el olvido!» Tan corta la presencia, tan larga la soledad.
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