Entregamos sin pestañear nuestras horas valiosas ―las que deberíamos
reservar para el amor y el descanso― a los desasosiegos. ¿De verdad se lo merecen? Nadie les
buscará solución por nosotros, pero, ¿hay que hacerlo a costa de una dulce
rendición al sueño, un manso paseo o un juego con nuestros hijos?
Hay que ponerles coto a los heraldos de la
adversidad. Siempre habrá problemas, porque así es la vida y así es nuestra
naturaleza: reservémosles un tiempo y un lugar, pero defendamos de ellos lo
demás. «Bástele a cada día su propio mal», escribía el Papa Juan XXIII: si con
algo hay que ser desprendido es con lo que nos inquieta. Nos preocupamos
demasiado, se diría que casi ávidamente: porque le tenemos miedo al miedo,
porque tenemos prisa por resolverlo todo. Hay que aprender a tolerar la
inquietud permanente, familiarizarnos con ella como con un convidado fastidioso
que no se irá.
En cambio, ¡qué poco
reverentes somos con nuestras alegrías! Apenas las miramos y pasamos a otra cosa,
cuando muchas de ellas son verdaderos privilegios. La salud, el techo, la
amistad, la lectura deleitosa o el paseo plácido son dones maravillosos y escasos.
Mis viejos diarios eran un inventario de pesadumbres: deberíamos escribir, más
bien, para enumerar los gozos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario