Muchos intercambios de opiniones son pequeñas ―o grandes― batallas, en las que
a menudo lo que se dirime no es quién tiene razón, sino quién prevalecerá sobre
quién.
Hablar con el tono seguro, discretamente agresivo, es mucho más eficaz para
imponerse que todos los buenos argumentos del mundo; dudar o titubear, en
cambio, es un camino casi directo a la sumisión, por honesta y sincera que sea
la duda. Por eso pocas personas admiten sus errores o la razón en el otro.
A mí me costó mucho tiempo
comprender esta función primaria de la comunicación como lucha o pulso. En la
mayoría de mis relaciones ―y más cuanto más íntimas― me esforcé por atenerme a la razón, defendiéndola
cuando creía tenerla o admitiendo la posibilidad de que la tuviera el otro. Eso
no solo implicó a menudo una pérdida de tiempo, sino que convirtió muchos debates
en trampas exasperantes, circulares, al no acabar de resolverse en el plano que
realmente importaba, que era el del poder. Ingenuamente, solo pedía, indignado,
que me dieran la razón cuando me correspondía. Ni que decir tiene que casi nunca
lo logré, solo echaba más leña al fuego. Pero, bien pensado, tal vez yo tampoco
fuese tan inocente como quería creer, y ese reclamo de honestidad fuese otro
sutil modo de poder.

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