viernes, 7 de junio de 2019

El sutil poder cotidiano

Muchos intercambios de opiniones son pequeñas
o grandes
batallas, en las que a menudo lo que se dirime no es quién tiene razón, sino quién prevalecerá sobre quién. 

    Hablar con el tono seguro, discretamente agresivo, es mucho más eficaz para imponerse que todos los buenos argumentos del mundo; dudar o titubear, en cambio, es un camino casi directo a la sumisión, por honesta y sincera que sea la duda. Por eso pocas personas admiten sus errores o la razón en el otro.

A mí me costó mucho tiempo comprender esta función primaria de la comunicación como lucha o pulso. En la mayoría de mis relaciones ―y más cuanto más íntimas― me esforcé por atenerme a la razón, defendiéndola cuando creía tenerla o admitiendo la posibilidad de que la tuviera el otro. Eso no solo implicó a menudo una pérdida de tiempo, sino que convirtió muchos debates en trampas exasperantes, circulares, al no acabar de resolverse en el plano que realmente importaba, que era el del poder. Ingenuamente, solo pedía, indignado, que me dieran la razón cuando me correspondía. Ni que decir tiene que casi nunca lo logré, solo echaba más leña al fuego. Pero, bien pensado, tal vez yo tampoco fuese tan inocente como quería creer, y ese reclamo de honestidad fuese otro sutil modo de poder.

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