La multitud se nutre de chivos expiatorios. René Girard
lo explicó bien: nada nos une con más fuerza que el odio ―esto es, el miedo
vuelto hacia fuera―, aunque sea inventado, aunque sea monstruoso, aunque nos
empuje al delirio colectivo. Los que de otro modo tal vez pelearían entre sí, o
se ignorarían unos a otros, ahora se asocian frente al enemigo común, cooperan en
su esfuerzo por defenestrarlo.
El linchamiento nunca tiene razón, aunque
surja de demandas justas. Suspende el criterio y la norma, que son los garantes
del derecho; y solo el derecho mantiene en pie el proyecto ético: cuando se
renuncia a él no quedan más que el fanatismo y la arbitrariedad. Sin derecho no
hay personas, solo turbas: la película La
jauría humana lo refleja descarnadamente. En medio de una apoteosis de violencia,
el sheriff defiende la cordura
haciendo valer la ley. La ley es lo que nos articula en pos de un proyecto
colectivo, lo que contiene el abuso y protege al débil, lo que vindica la
justicia aunque no la garantice. En el linchamiento, el presunto culpable se
transforma en víctima: sin el derecho, todos perdemos.
En definitiva, el
linchamiento es la vulnerabilidad humana hecha atrocidad; es la bestia
irracional que toma el mando y nos remonta a lo primitivo.

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