A veces tengo mucho miedo. ¿De qué? ¿De la muerte? ¿Del
descontrol? ¿De la soledad? ¿De la pérdida? ¿O será que disfrazo de miedo otras
cosas menos justificables, como la frustración, la rabia, la insatisfacción…?
A veces me pregunto si todos esos motivos que
me hacen infeliz no son modos de expresar una desdicha que los precede, meros “temas”
que concibo para rellenar una especie de horror
vacui. Es como si contara con una línea de base de preocupación que
tendiese a mantener, un mecanismo homeostático que trabaja para sostener un nivel
constante de inquietud. Cuando no tengo problemas reales, me los invento. Y
cuando me siento demasiado bien, procuro asegurarme de que nuevos contratiempos
le hagan de contrapeso.
La felicidad nos expone, el miedo nos esconde.
Mientras uno se siente asustado, tiene excusa para no hacer nada distinto,
tiene coartada para reclamar la clemencia de los demás. Ser infeliz es ir por
el mundo con una pancarta de “no me ataquen, por favor, ya sufro bastante”.
Además, ser feliz es exponerse a perder. Hay algo quieto, algo de amparo en la
melancolía.
Los psicólogos lo dicen: la
felicidad es no tener miedo, o no temerle. Dichosos los que no echan mano de las
aviesas añagazas del miedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario