La gente suele ser interesante y simpática. Ignoro si son
buenos, pero puedo ponerme en su lugar y comprender su alegría, y aún más su
dolor. Escucho sus relatos con respeto, el rumor de sus arroyos subterráneos.
Pero muchos abusan: con su parloteo, con sus
exigencias. Me cansan las escenificaciones que requieren un espectador, las
tramas que exigen un cómplice: las víctimas buscan verdugos, los tiranos
esbirros, los pretenciosos admiradores. Harán lo imposible por acercarte al
papel que necesitan: palabras seductoras, ofertas y propagandas, trampas, pulsos,
amenazas…
Yo suelo ceder de entrada,
y ahí empieza mi error. Primero, porque sin límites la gente se crece aún más
en sus papeles. Segundo, porque me arrinconan a mí en el que asumo (somos así
de simples). Tercero, porque cada vez piden más (somos así de niños). Cuarto,
porque refuerzan los lazos con los que retienen (somos así de posesivos). Y si
hay algo que no soporto es que me retengan. Así que mi vida es la historia de
la lucha por volver a ser yo mismo después de ser como quieren los demás. Al
final tengo que quedarme solo: o los demás me privan de libertad, y acabo
marchándome, o cuando me la conceden ya no les intereso, y los que se marchan
son ellos… ¿Será que nos falta cariño?
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