viernes, 16 de agosto de 2019

Ridículo

Hacemos bien en temer el ridículo; pocos papeles azuzan tanto la saña de las multitudes.
A la gente le sienta bien reírse de los demás, porque así alivia la tensión de las propias vergüenzas. Si no hubiera personas que acaparan nuestras burlas, seguramente no nos quedaría más remedio que burlarnos de nosotros mismos.

Es el principio de los chivos expiatorios: convencerse de que hay uno que es peor que todos ayuda a que cada cual se sienta un poco menos malo. Si esa convicción es compartida resulta aún más convincente. No importa si es o no verdad, no importa que sepamos que no lo es: lo que cuenta es que funciona como tal, confirmada y reforzada al consagrarse como certidumbre colectiva. Lo que importa es que se institucionaliza como norma y se alza como dogma; y eso nos legitima a todos a atenernos a ello, sin que haga falta cuestionarlo. ¡Con qué alivio nos reímos del torpe redomado, al pensar que nos hemos librado de esas chanzas!

El tonto del pueblo cura muchos conflictos personales y apacigua muchos sueños que, sin él, serían ansiosos. El chivo expiatorio, mientras sangra en el altar de nuestra inquina, dramatiza una catarsis colectiva que nos une entre nosotros y nos redime ante los dioses. Hacemos bien en cubrir nuestras vergüenzas: si se nos viesen, podríamos acabar en la hoguera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario