Hacemos bien en temer el ridículo; pocos papeles azuzan
tanto la saña de las multitudes. A la gente le sienta bien reírse de los demás,
porque así alivia la tensión de las propias vergüenzas. Si no hubiera personas
que acaparan nuestras burlas, seguramente no nos quedaría más remedio que
burlarnos de nosotros mismos.
Es el principio de los chivos expiatorios:
convencerse de que hay uno que es peor que todos ayuda a que cada cual se
sienta un poco menos malo. Si esa convicción es compartida resulta aún más
convincente. No importa si es o no verdad, no importa que sepamos que no lo es:
lo que cuenta es que funciona como tal, confirmada y reforzada al consagrarse como
certidumbre colectiva. Lo que importa es que se institucionaliza como norma y
se alza como dogma; y eso nos legitima a todos a atenernos a ello, sin que haga
falta cuestionarlo. ¡Con qué alivio nos reímos del torpe redomado, al pensar
que nos hemos librado de esas chanzas!
El tonto del pueblo cura muchos
conflictos personales y apacigua muchos sueños que, sin él, serían ansiosos. El
chivo expiatorio, mientras sangra en el altar de nuestra inquina, dramatiza una
catarsis colectiva que nos une entre nosotros y nos redime ante los dioses. Hacemos
bien en cubrir nuestras vergüenzas: si se nos viesen, podríamos acabar en la hoguera.

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