Como le sucedía al cautivo Sísifo, mi vida es un péndulo
de dos circunstancias: el esfuerzo tremendo de subir la montaña, remontando
piedras, con ilusión o al menos con esperanza; y la decepción de verlas rodar
por la pendiente: esfuerzo vano, ladera desgarrada.
Esos dos momentos, que se
preparan el uno al otro, son a la vez terriblemente independientes, y dan la
impresión de corresponder a dos estados o personalidades distintos, con sus
propios ritos y su propio lenguaje: la fase heroica y la fase depresiva.
Durante el tránsito por una parezco no tener nada que ver con la otra, me posee
en exclusiva. En la fase heroica soy todo inflación, energía y esfuerzo; no
necesito filosofía ni refugio; me como el mundo. En la fase depresiva soy
incapaz de moverme, me ensaño conmigo mismo y con los otros, abandono a medias
mis proyectos y rumio y rumio en largas ausencias, derivas en blanco y escritos
autocompasivos.
Así fui siempre. Pero diría
que ahora ya no me dejo arrastrar tan fácilmente. Los años no me han hecho más
fuerte, ni más sabio; sencillamente me han cansado: el péndulo no llega tan
lejos en sus oscilaciones. Los extremos me resultan fastidiosos y poco convincentes:
soy más escéptico con los entusiasmos y más flemático con las angustias. Sísifo
ya no corre como antes.
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