A menudo estropeamos lo mejor que hay en nosotros, abandonándolo a la marea de lo peor. La lucidez cede a la obcecación, la inteligencia al
prejuicio, el coraje al miedo, el entusiasmo al escepticismo.
Y es que lo malo
siempre tiene más fuerza: el poder de la inercia, de lo que Sartre llamó la
facticidad. Lo malo es lo que se da por sí mismo, si no hay nada que le lleve
la contraria, como la piedra de Sísifo que rueda una y otra vez ladera abajo.
En cambio, el proyecto humano siempre tiene que construirse a contrapelo de las
inercias del mundo: por eso requiere insistencia y empeño, por eso cansa y desmoraliza,
por eso a veces nos rendimos.
¿Cómo reprocharnos ceder a
la tentación de lo fácil, si solo vivir ya es difícil y vivir es perder? No hay
culpa en la capitulación. Sin embargo, no deberíamos quedarnos demasiado tiempo
en nuestros cuarteles de invierno: la primavera vuelve siempre para llamarnos
al intento, a nuevas batallas que traerán nuevas derrotas. No sé si es una
grandeza o una miseria, pero no tenemos más remedio que volver al camino, nos
lleve donde nos lleve. Aunque solo sea por defender lo valioso y fundar la dignidad.
Quizá no cueste tanto, si estamos de nuestra parte; la recompensa es esa
alegría de sentirnos vivos y capaces, de la que hablaba Spinoza.
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