Sé de uno que empezó con una reclamación justa y acabó
tan obcecado por la lucha que olvidó por qué la había iniciado.
Su pequeño
grupo de acólitos se sentía portavoz de una mayoría que jamás les eligió, y en
nombre de la cual desbarataban todos los intentos constructivos. Ya se sabe que
es más grato ser rey de unos pocos que un igual entre muchos, y además es fácil
creerse justiciero cuando uno solo es destructivo.
Ignoro si fue por ego complacido o por afición,
pero mi líder de pacotilla se enredó en una querella que fue subiendo de tono
hasta lo desmedido. Si al principio daba inteligentes azotes con su trapo,
acabó intentando cazar las moscas a cañonazos, lo cual solo espanta las moscas
y derriba pájaros inocentes. Yo, que en esas andaba arreglándomelas como podía
con las moscas, no salía de mi asombro al verle perder el norte. «¿Qué quieres ―le
pregunté―, arreglar las cosas o acabar de destrozarlas?» Se limitó a acusarme
de poco comprometido, mientras hundía una nueva bala en el cañón.
¿Cómo acabó la historia?
Dejemos el final abierto. Lo que cuenta es que, al cabo, todos habíamos
perdido. Fue como en el tren de los Hermanos Marx, que llegó a la estación,
pero a costa de despedazar los vagones. Así es la lucha cuando se pierde de
vista lo importante.

No hay comentarios:
Publicar un comentario