martes, 24 de septiembre de 2019

Ser rechazados

Cómo no va a doler no ser queridos:
cualquier rechazo, si somos honestos, nos interpela; evoca nuestras carencias y nuestros errores, alude a nuestras mezquindades y nuestras faltas. 

    Toda enemistad es una pérdida. Y, sin embargo, hay que habituarse a ellas, pues son inevitables. Casi siempre, los que no nos quieren tienen parte de razón: si somos honestos, admitiremos que no todo en nosotros es querible. Pero, por lo mismo, un rechazo ajeno es una oportunidad para revisarnos: para recuperar la conciencia de lo que dábamos por hecho, para precisar nuestro proyecto ético, para aceptar lo que no podemos o no queremos cambiar. De todo ese esfuerzo tal vez saquemos maneras de ser mejores, aunque nunca del todo ni a gusto de todos.

Por otra parte, los demás no siempre tienen razón, o no tienen la que es nuestra. ¿Por qué deberían tenerla? Ellos también están en el camino, como dijo Goytisolo. Es más: sus rechazos, casi siempre, hablan más de ellos que de nosotros: de lo que a ellos les duele, de lo que a ellos les falta y por eso reclaman. Un rechazo suele tener algo de presión para poner al otro de nuestra parte. Por eso está bien que los reproches nos hagan pensar, pero con prudencia: hay que tamizar en ellos lo que es nuestro y lo que es del otro.

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