Cómo no va a doler no ser queridos: cualquier rechazo,
si somos honestos, nos interpela; evoca nuestras carencias y nuestros errores,
alude a nuestras mezquindades y nuestras faltas.
Toda enemistad es una pérdida.
Y, sin embargo, hay que habituarse a ellas, pues son inevitables. Casi siempre,
los que no nos quieren tienen parte de razón: si somos honestos, admitiremos
que no todo en nosotros es querible. Pero, por lo mismo, un rechazo ajeno es
una oportunidad para revisarnos: para recuperar la conciencia de lo que dábamos
por hecho, para precisar nuestro proyecto ético, para aceptar lo que no podemos
o no queremos cambiar. De todo ese esfuerzo tal vez saquemos maneras de ser mejores,
aunque nunca del todo ni a gusto de todos.
Por otra parte, los demás
no siempre tienen razón, o no tienen la que es nuestra. ¿Por qué deberían tenerla?
Ellos también están en el camino, como dijo Goytisolo. Es más: sus rechazos,
casi siempre, hablan más de ellos que de nosotros: de lo que a ellos les duele,
de lo que a ellos les falta y por eso reclaman. Un rechazo suele tener algo de
presión para poner al otro de nuestra parte. Por eso está bien que los
reproches nos hagan pensar, pero con prudencia: hay que tamizar en ellos lo que
es nuestro y lo que es del otro.
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