Lo que transforma no es el conocimiento, ni siquiera la comprensión,
sino la experiencia viva que traspasa. La experiencia que nos conmueve y nos
hiere y nos cura.
La comprensión de las cosas, su ilación lógica,
su estructuración coherente, modela las convicciones y los principios de un
modo fulminante, pero superficial; difícilmente sondea esa profundidad donde
yace lo primitivo, lo emocional que funda e impulsa. Pensar mejor nos ayuda a
ordenar la experiencia. No es poco. Analizando podemos enunciar mejores modelos
lógicos de la realidad. Nos sentimos más seguros, podemos ser más eficientes en
la resolución de problemas, simplificar nuestra vida y dar mejor respuesta a
sus desafíos.
Pero el miedo profundo que
nos legó la infancia, el desconcierto y el extravío, la falta de sentido, la
tristeza y la rabia, la impotencia y la neurosis, el desamparo y el desasosiego,
todo eso no se puede transformar con pensamientos, ni palabras, ni teorías, ni
doctrinas. Todo eso pertenece al ámbito del misterio y el enigma. Para incidir
en él hace falta la experiencia: un contacto denso e intenso con una fuerza que
transforme. Hace falta un impacto, un zarandeo, una convulsión, un estremecimiento.
O bien una brisa serena, una calma oceánica, una gracia mística. En definitiva:
sentir.
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