La sabiduría, si existe, tiene que ser poética. Pues solo
la poesía, que es lenguaje hechizado, permite captar los meandros inciertos de
la verdad, su sutil evanescencia. Los poetas son visionarios que, mientras nos
explican el mundo, lo inventan, y mientras le cantan, lo descifran. A fuerza de
componer la belleza, nos la enseñan a los demás, pobres aprendices de la vida.
Quizá la belleza sea la única verdad
absoluta, irrefutable. Cuando uno contempla un cuadro de Velázquez, un templo
griego, una escultura de Miguel Ángel; cuando uno escucha una cantata de Bach o
una sinfonía de Beethoven; cuando uno tiene la suerte de poder rendirse al asombro
de la genialidad, se siente traspasado por algo que se basta a sí mismo para
ser cierto. Parece que hemos llegado a la orilla del hogar, donde no hace falta
ir más allá.
La poesía, además, sugiere
más que revela, seduce más que impone, funda más que concluye. En la poesía nada
queda cerrado, para que cada cual se mire en ella como en un espejo que siempre
muestra lo mejor. Por eso, uno tiene la impresión de estar ante algo vivo, algo
calidoscópico e inagotable. “Recuerde el alma dormida…” “Cerrar podrá mis
ojos…” “A las cinco de la tarde…” ¿Dónde encontrar mayor hondura filosófica?
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