A veces, uno tiene que seducirse a sí mismo. Seducir es
mentir un poco, mentir con discreción y con benevolencia y con gracia, para que
triunfe la verdad. Porque la verdad no siempre viene hecha, y tenemos que darle
un empujoncillo. Entonces, hay que probarle nuevos ingredientes, y batirla con
ímpetu, y cocerla a fuego lento, y servirla en vajilla de plata. A veces hay
que inventar la verdad, para poder reescribir nuestra historia, para darnos la
oportunidad de escabullirnos de la cárcel de nosotros mismos.
Dicen que una mentira
repetida muchas veces acaba convirtiéndose en verdad; pero también la verdad
cobra forma a fuerza de repetirse. Hay verdades que solo están esperando que
alguien les dé una oportunidad. Y para eso, tenemos que seducirnos, enamorarnos
como si volviéramos a ser jóvenes y todo estuviera por hacer. Sentir una vez
más el entusiasmo que nos hacía poderosos y ―¿por qué no?― la fe que nos hacía
ilusos. Solo el iluso está abierto a la ilusión. Tenemos que convencernos de
que podemos ser más bellos o más capaces o más valientes o más buenos, o
simplemente más felices, que viene a ser la síntesis de lo demás. La alegría
siempre es verdad, o merece serlo. ¿Necesitamos más razones para ponernos de su
parte?
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