Según un estudio serio, la gente suele atribuir más
competencia a una sonrisa discreta que a una sonrisa amplia. Bien mirado se
entiende: de quien nos ofrece un servicio esperamos que sea afable pero serio.
La sonrisa extensa, luminosa, desinhibida,
nos fascina en los niños por su inocencia y su apertura incondicional, su felicidad
fresca y aún no vulnerada. Sin embargo, en un adulto, ya consciente y bregado
de afrontar la dureza de la vida, suena a bobalicón. Ya debería haber perdido
la inocencia infantil, y un indicio de lo contrario despierta suspicacia, sobre
todo si pondremos en sus manos la educación de nuestros hijos o la defensa de
nuestros intereses. Demasiada severidad tampoco gusta, trasmite hostilidad o
amargura.
Conste que el aire severo
es una máscara como otra cualquiera. Un antifaz que hay que ponerse en el trabajo,
pero que no se puede seguir llevando en la intimidad de la familia, donde se
supone que podemos descansar de los roles sociales (al menos un poco, porque en
casa también hay roles). Pero, del mismo modo que se espera de un jefe que
vista con elegancia, también le corresponden unas determinadas maneras, entre
las cuales se incluye la discreción en la sonrisa. Los lamas y los locos
sonríen, pero su sonrisa no es de este mundo.
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