Aunque me fastidie reconocerlo, compruebo ante el espejo
que se me ha puesto el aire triste. Como aquel personaje de una película de
Woody Allen, me veo borroso. Ojeras, cara afilada, ojos sin brillo, ceño a
veces fruncido y a veces caído. Hay en mi expresión una huella de derrota, de
andar doblado por un peso excesivo, de no dormir bien; un vuelo lento de
pájaros otoñales.
Hay épocas en la vida en que los aprietos
caen en masa sobre nosotros, poniéndonos a prueba como a los héroes, pero sin
serlo. Los estoicos proponían plantarles cara con entereza, dispuestos a lo
peor, sin ceder a la tentación debilitadora del lamento. Si puede hacerse,
desde luego es mejor: la compasión por uno mismo nos erosiona desde dentro y no
nos ayuda, precisamente, para hacer frente a la dificultad externa. En
cualquier caso, uno tiene que echar mano de todos los recursos que puedan
animarle y darle fuerzas, y procurar alejarse de lo que se las roba en vano.
Marco Aurelio se escribía a sí mismo para impulsarse frente a las flaquezas.
Los años, si no nos sumen
en la amargura, nos ponen de parte del júbilo al enseñarnos la verdadera medida
de las cosas. Todo puede ser peor, así que deberíamos sentirnos contentos.
Incluso debajo del aire triste se puede evocar la alegría.
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