La soledad es hermosa y arriesgada. Nos libra de los quehaceres,
a veces enfangados, que impone la convivencia; pero también nos empobrece,
porque amamos esos quehaceres, porque el mundo sin ellos suena a hueco.
El amor
debería encontrar el equilibrio entre proximidad y distancia. Pero a veces no
alcanza, y entonces hay que echar mano de la entereza y la lucidez, que hacen
lo que pueden.
Hay que ser prudente con la soledad. Podría
cavar tan hondo que el yacimiento se nos hiciera pozo; podría volar tan alto
que se nos fundieran las alas. Así de contradictoria es: plomiza y leve,
descendente y ascendente. Las dos direcciones son gozosas, hasta un cierto
punto; más allá abotargan y tienen sus zozobras, como saben bien los que la han
frecuentado.
A mí hoy la soledad me
estaba deprimiendo. El silencio, grumoso y tupido, me pesaba en el aire. Las ausencias
se me hacían demasiado ruidosas. El día era diáfano y soleado, pero a través de
su lente solo podía ver negruras. Una llamada telefónica ha restaurado la luz.
He aquí el peligro de la soledad: que las cosas pierdan su medida. ¿Para qué
están los demás, sino para obligarnos a pisar la tierra y rescatarnos de las quimeras?
Hay que aprender a vivir entre dos mundos.

No hay comentarios:
Publicar un comentario