Somos hijos de la batalla, herederos de una larga estirpe
de guerreros, de traidores, de asesinos y víctimas. La Historia es una retahíla
apasionada y sangrienta, movida a veces por el amor, y casi siempre por la
codicia y la crueldad.
Nuestra biografía también se ha escrito, y sigue
escribiéndose, con episodios de afecto conmovedor y enfrentamiento atroz. Nadie
es del todo inocente ni del todo culpable; nadie está limpio ni mucho más sucio
que los demás.
¿Cabe esperar de nosotros,
entonces, algo más que ese hombre lobo para el hombre que veía Hobbes? Muchos
pensamos que sí, quizás en parte por ingenuidad, pero también por convicción y
por un firme designio. Muchos de nosotros ―¿la mayoría?― no nos conformamos con el legado de la herida y de la
sangre, aspiramos a crear otra cosa, a darle la oportunidad a lo que en
nosotros hay de pacífico y sereno, de empático y compasivo, de constructivo y
cooperador. Muchos de nosotros nos empeñamos en seguir a quienes concibieron el
pacto y el derecho como sustentos de una historia mejor. Porque sufrimos,
porque moriremos, porque desearíamos un mundo mejor para nuestras vidas y para
nuestros hijos. Muchos insistimos, tercos, en una ética del entendimiento
frente a la ley del más fuerte.
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