¿Gozaríamos de una vida
sin tareas (no el trabajo alienado que nos somete, sino el escogido y voluntario; no el que sirve al
dominio, sino a la libertad)? ¿Podríamos vivir sin plantar frente al mundo
nuestros deseos y nuestra voluntad? ¿Aguantaríamos una existencia varada,
recogida en la pura sencillez, sin remover su superficie tersa con nuestros
chapoteos de afán?
Una
vida así nos sumiría en el tedio, que Baudelaire, con razón, consideraba un
mal. El tedio es esa incomodidad que, en ausencia de problemas reales, nos
impulsa a inventar problemas imaginarios. ¿Por qué, si podríamos disfrutarlo?
Porque nuestro sueño es el sosiego, pero una parte de nosotros está hecha para
la conquista; porque amamos reposar en la sencillez, pero también sentimos la
llamada de la complejidad. No hay felicidad sin acción, no hay acción sin
proyecto, no hay proyecto sin inquietud. De modo que felicidad e inquietud van
de la mano: así de contradictorios somos.
Necesitamos problemas. Las
cosas son valiosas porque son difíciles. Privando de problemas a nuestros hijos
les negamos el sabor de sentirse capaces, la gozosa aventura de abrirse paso
por sí mismos.
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