sábado, 2 de noviembre de 2019

La llamada de la complejidad

Si pudiéramos elegir, nadie preferiría sufrir.
Sin embargo, ¿soportaríamos una vida sin problemas, sin esfuerzos?

 
¿Gozaríamos de una vida sin tareas (no el trabajo alienado que nos somete, sino el  escogido y voluntario; no el que sirve al dominio, sino a la libertad)? ¿Podríamos vivir sin plantar frente al mundo nuestros deseos y nuestra voluntad? ¿Aguantaríamos una existencia varada, recogida en la pura sencillez, sin remover su superficie tersa con nuestros chapoteos de afán? 

Una vida así nos sumiría en el tedio, que Baudelaire, con razón, consideraba un mal. El tedio es esa incomodidad que, en ausencia de problemas reales, nos impulsa a inventar problemas imaginarios. ¿Por qué, si podríamos disfrutarlo? Porque nuestro sueño es el sosiego, pero una parte de nosotros está hecha para la conquista; porque amamos reposar en la sencillez, pero también sentimos la llamada de la complejidad. No hay felicidad sin acción, no hay acción sin proyecto, no hay proyecto sin inquietud. De modo que felicidad e inquietud van de la mano: así de contradictorios somos.
 
Necesitamos problemas. Las cosas son valiosas porque son difíciles. Privando de problemas a nuestros hijos les negamos el sabor de sentirse capaces, la gozosa aventura de abrirse paso por sí mismos.

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