Lope de Aguirre, soldado y rebelde, visionario y cruel,
protagonizó uno de los episodios más sobrecogedores de la colonización de América,
y es de esos personajes históricos que parecen más míticos que reales.
Le apodaban el loco, y él se llamaba a sí
mismo el traidor o el peregrino. Loco o no, su personalidad era capaz de
atribular a los soldados más bragados, esos marañones
que le siguieron en su revuelta contra Pedro de Ursúa durante la expedición en busca
de El Dorado. Envió una carta al rey declarando la independencia de las Indias.
Lope no pestañeó al ir pasando por las armas a cualquiera que se le antojara sospechoso, y afrontó estoicamente su ejecución cuando le tocó a él (destino
que sin duda sabría que le esperaba).
Este amor fati, esta entrega tajante a lo fatal, a pecho
descubierto y sin reticencias, es lo que más asombra. Lope de Aguirre fue un
aventurero en estado puro, como los piratas y los vikingos, un hombre que desplegó
su pasión hasta despeñarse por ella. Asumía su destino y despreciaba a la
muerte. Conquistaba sin ánimo de conservar, mataba sin excusas, avanzaba con
empeño y sin esperanza, murió sin arrepentimiento. Para él, la vida era una
espada desnuda. Estremece ese designio sin condiciones, más allá del bien y del mal.
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