A veces, parece que la gente se ponga de acuerdo para
enloquecer codo con codo, para dimitir de la lucidez individual y ponerla en
manos del ciego impulso de la masa. A veces, la confusión se extiende como una
ola que arrastra brutalmente a quienes no andan prevenidos contra ella.
Los primeros en ceder son, lógicamente, los
que están predispuestos a hacerlo, los que ya han ido mascando su delirio. La
llama alimentada con astucia prende fácilmente en la yesca bien dispuesta, y de
uno pasa a otro, desparramándose mientras infla esa energía primitiva, reconfortante,
de la multitud.
Sucumben luego los moderados. También ellos
han sido convenientemente instruidos, bombardeados sin respiro por sinrazones
que, a fuerza de repetirse y como dijo el astuto Goebbels, cobran aspecto de
verdad. Nada más convincente que el número para disipar las dudas razonables.
Nada más hechizante que la palabra henchida de emociones, la agitación de las
nostalgias.
Allá van, felices,
entonando soflamas de barbarie, arrebatados por los tambores del odio,
convencidos del poder fundador de la destrucción. Allá van, despeñándose en
masa, entre siniestras sonrisas que nos muestran sus dientes amenazantes. Qué
pena da tanta gente atrapada en la mentirosa, cruel obcecación.

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