Un amigo mío era aficionado a detenerse ante aquellos viejos
escaparates de tiendas de fotografía, que exhibían fotos de recién casados. A
mí, no sé decir por qué, me incomodaban, pero le acompañaba en el pasatiempo.
Mi amigo era un fino escrutador del espectáculo
humano; tenía esa mezcla de paciencia, curiosidad y desfachatez ―que a mí
siempre me faltó― precisa para charlar abiertamente con desconocidos.
Despertaba su confianza y, como no tenía reparo en hacerles preguntas comprometedoras,
solían sincerarse contándole sus intimidades, que él luego repasaba con pena y
regocijo, dedicándoles su compasión y su sarcasmo. Mi amigo ―se lo dije alguna
vez― era un ilustrado algo sombrío, al modo de Rousseau, y a la vez cáustico,
como Voltaire. Pero ni siquiera cuando se reía lograba ser malo, porque siempre
lo hacía con pena y asombro. Le desesperaba sinceramente la miseria humana:
hubiese querido comprender la mezquindad y descifrar la estupidez, y la razón
se le quedaba corta en el empeño.
Repasaba los reportajes de
bodas con grave contrariedad, y exclamaba, suspirando: «¡Cuántos dramas encierran
esas sonrisas forzadas y esos abrazos de maniquí!» Y a uno le angustiaba la
impresión de que los novios habían quedado atrapados en las fotos.
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