viernes, 8 de noviembre de 2019

Ingenuidad

Algunos consideran la ingenuidad una especie de virtud, una marca de inocencia que se asimila a la bondad.
«Es un poco pardillo, pero, ¡tan buen chico!» Esa expresión, que he tenido que padecer unas cuantas veces, disfraza de halago lo que en realidad encierra un menosprecio. ¡Qué poco vale ser «al menos» algo!


Lamentablemente, ingenuidad y bondad no son lo mismo, y a veces ni siquiera se aproximan. La bondad se conquista atravesando la escuela de las mezquindades sin caer en la tentación de quedarse en ellas; requiere, por tanto, lucidez y valor, entereza y esfuerzo, y probablemente un punto de picardía. Hay que desconfiar de la bondad fácil: podría ser una trampa, o un refugio de los mediocres. En el peor de los casos, puede emanar de la pobreza de espíritu. Esa bondad barata sí estaría próxima a lo que entendemos por ingenuidad.

Los niños son ingenuos porque son inocentes; en ellos, la ingenuidad no es una virtud (como nada lo es aún), pero sí un don natural que por eso nos encanta. Un adulto es ingenuo porque no ha crecido o porque no ha sabido ser otra cosa. Es normal que despierte recelo y hasta un poco de irritación. Se es bueno pudiendo ser malo y eligiendo no serlo. Por impotencia, solo se es ingenuo, y nadie ama ni admira la impotencia.

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