De algo tiene que servir el desgaste de la edad. Eso que
llaman madurez consiste sobre todo en fatiga, un poco en experiencia y apenas
en reflexión. Uno va abandonando los excesos y las aventuras, con algo de
nostalgia y bastante alivio, sencillamente porque ya no le apetecen: ni al
cuerpo ni a la paciencia.
Los años nos acostumbran a perder, lo cual es una
suerte, pero a la vez nos calan de escepticismo. Dedicamos a los jóvenes,
alocados y ampulosos, miradas de simpatía condescendiente: tal vez en ocasiones
nos cambiaríamos por ellos, pero en general su espectáculo nos resulta ya sobreactuado.
¿Nos habremos vuelto demasiado descreídos, gruñones y cínicos para comulgar con
sus hermosas ruedas de molino? Sin duda. Pero eso no significa que no tengamos
razón. Mucho ruido y pocas nueces, por supuesto. Ahora bien, ¡qué magnífico
ruido!
La madurez suele perder
en ardor para ganar en serenidad: cuando se baja el volumen se distinguen (si
uno no se ha quedado sordo) rumores más sutiles. Envejecer bien es aceptar ―¡y
disfrutar!― esa misericordiosa bajamar de las hormonas. Algunos se resisten y
se vuelcan en un remedo de juventud. Si lo disfrutan y el cuerpo les da para ello,
¿por qué no? La madurez es un campo en otoño que uno puede o no labrar.
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