viernes, 15 de noviembre de 2019

Madurez

De algo tiene que servir el desgaste de la edad.
Eso que llaman madurez consiste sobre todo en fatiga, un poco en experiencia y apenas en reflexión. Uno va abandonando los excesos y las aventuras, con algo de nostalgia y bastante alivio, sencillamente porque ya no le apetecen: ni al cuerpo ni a la paciencia.


Los años nos acostumbran a perder, lo cual es una suerte, pero a la vez nos calan de escepticismo. Dedicamos a los jóvenes, alocados y ampulosos, miradas de simpatía condescendiente: tal vez en ocasiones nos cambiaríamos por ellos, pero en general su espectáculo nos resulta ya sobreactuado. ¿Nos habremos vuelto demasiado descreídos, gruñones y cínicos para comulgar con sus hermosas ruedas de molino? Sin duda. Pero eso no significa que no tengamos razón. Mucho ruido y pocas nueces, por supuesto. Ahora bien, ¡qué magnífico ruido!

La madurez suele perder en ardor para ganar en serenidad: cuando se baja el volumen se distinguen (si uno no se ha quedado sordo) rumores más sutiles. Envejecer bien es aceptar ―¡y disfrutar!― esa misericordiosa bajamar de las hormonas. Algunos se resisten y se vuelcan en un remedo de juventud. Si lo disfrutan y el cuerpo les da para ello, ¿por qué no? La madurez es un campo en otoño que uno puede o no labrar.

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