Nos deslumbra hasta el escándalo la suerte en los demás;
en cambio, la nuestra nos parece algo tan natural que a veces ni siquiera nos
alegra. Por el contrario, no dejamos pasar un mal propio sin lamentarnos,
mientras que cuando les afligen a los otros nos encogemos de hombros y murmuramos sin pudor: ¡Así es la vida!
A los bienes de los demás les reclamamos: ¿Por qué no yo? Pero, ¿quién, cuando las cosas le van bien, se detiene a preguntar «por qué no ellos»? Frente a nuestras dificultades, protestamos: ¿Por qué yo? Sin embargo, cuando afectan a los demás rara vez se nos ocurre: ¿Por qué él?
Estas asimetrías deberían
hacernos pensar cómo nos confunden la envidia y la angustia, y reconocer hasta
qué punto juzgamos las cosas diferentes según conciernan a los demás o a
nosotros. Una parte de nuestro pensamiento sigue razonando como cuando éramos niños
y soñábamos con un mundo a nuestros pies, un mundo postizo del yo, volcado en
alimentarnos y protegernos ignorando a los otros: eso que los psicoanalistas
llaman omnipotencia. Sería un sano
ejercicio darles la vuelta a nuestras preguntas: quizá valoraríamos lo excepcional
de la buena suerte, y aceptaríamos con más naturalidad los malos tragos.

No hay comentarios:
Publicar un comentario