martes, 19 de noviembre de 2019

Problemas

Hay problemas que nos estimulan.
No nos importa mucho su dificultad, mientras nos consideremos capaces de afrontarlos sin demasiado riesgo. Y digo riesgo, y no esfuerzo, porque esforzarnos en lo que nos gusta representa un placer: el matemático goza resolviendo una ecuación difícil, el escalador en un peñasco desafiante.


Lo arduo solo nos cansa cuando nos resulta ajeno, y solo nos abruma cuando nos arrincona: la ecuación puede ser una tortura para alguien negado a las matemáticas, y el peñasco puede desesperarnos si no nos dice nada el desafío, y solo vemos el peligro.

Los investigadores del estrés ya hace tiempo que descubrieron que lo que nos desmantela es aquello que excede nuestros recursos; en definitiva, aquello sobre lo que sentimos que no tenemos control. Esos son los problemas que nos amargan la vida, los que nos hacen exclamar angustiados: «¿Por qué me habrá tenido que tocar a mí?» Pregunta con más sentido del que parece, ya que en ocasiones nos hallamos al límite por torpeza o temeridad. Pero también existe la mala suerte, que, como sabían los antiguos, es caprichosa e imprevisible. Sea como sea, cuando un problema se planta en nuestra puerta, no hay más remedio que hacerle frente, apelar a la entereza y el entusiasmo, y confiar.

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