Hay problemas que nos estimulan. No nos importa mucho su dificultad,
mientras nos consideremos capaces de afrontarlos sin demasiado riesgo. Y digo
riesgo, y no esfuerzo, porque esforzarnos en lo que nos gusta representa un
placer: el matemático goza resolviendo una ecuación difícil, el escalador en un
peñasco desafiante.
Lo arduo solo nos cansa cuando nos resulta ajeno, y solo
nos abruma cuando nos arrincona: la ecuación puede ser una tortura para alguien
negado a las matemáticas, y el peñasco puede desesperarnos si no nos dice nada el
desafío, y solo vemos el peligro.
Los investigadores del
estrés ya hace tiempo que descubrieron que lo que nos desmantela es aquello que
excede nuestros recursos; en definitiva, aquello sobre lo que sentimos que no
tenemos control. Esos son los problemas que nos amargan la vida, los que nos
hacen exclamar angustiados: «¿Por qué me habrá tenido que tocar a mí?» Pregunta
con más sentido del que parece, ya que en ocasiones nos hallamos al límite por
torpeza o temeridad. Pero también existe la mala suerte, que, como sabían los
antiguos, es caprichosa e imprevisible. Sea como sea, cuando un problema se
planta en nuestra puerta, no hay más remedio que hacerle frente, apelar a la entereza
y el entusiasmo, y confiar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario