La moral surge de la sociabilidad, porque una de las
primeras necesidades del grupo es dotarse de normas (de hecho cabría pensar que
los grupos se definen, precisamente, por sus normas), y las reglas personales
se van perfilando a partir de las leyes colectivas: primero como coacción, más
tarde como compromiso.
Yahvé
le entregó a Moisés las tablas de los mandamientos, y para un creyente hebreo
ese es el referente de cualquier moral que aplique a su vida cotidiana. Y aun al
margen de la religión, existen un conjunto de leyes explícitas y de normas
implícitas que rigen nuestros criterios para separar lo bueno de lo malo.
La buena convivencia nos
quiere buenos, la tribu nos quiere correctos, y lo correcto es el antecedente
de lo bueno, como nos recuerda Comte-Sponville hablando de la urbanidad. Un
hombre solo en el mundo no necesitaría moral: a Robinsón, un error puede
costarle la vida, pero es poco probable que lo atormente un remordimiento, al
menos antes de llegar Viernes y los caníbales. Solo desde que aparece el otro
tienen sentido el tabú y la moderación, la bajeza o la excelencia, que no son
sino los modos de establecer un vínculo con ese otro y construir el nosotros.
Es el vínculo, en definitiva, el que instaura y define la moral.
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