¡Cuántas veces nos gustaría poder decir, como Bartleby el
escribiente, «preferiría no hacerlo»! ¡Cuántas veces querríamos tener el valor
de ese terco dimisionario, y oponer al mundo nuestra abstención! Sin embargo,
hay que seguir; hay que hacer, también y sobre todo, lo que no se quiere, lo
que se preferiría no hacer.
¿Por qué? Porque lo humano consiste en eso, en cumplir
lo que toca aunque no se quiera, en poner el deber por encima de la apetencia,
en responder ―y de ahí la responsabilidad― cuando uno desearía callar.
Eso es
lo que nos replicaría Kant, adalid del deber: para él, la mera apetencia no
importa, existen obligaciones y hay que completarlas. La libertad tiene una dimensión
moral, y no solo limita con la impotencia: también, quizá sobre todo, con la obligación.
Lo malo es lo que desiste, lo bueno es lo que resiste. Spinoza, en cambio,
parece invitar a lo contrario; lo bueno, simplemente, es lo que nos da fuerzas:
¿por qué no desistir de lo que nos agota? Sin embargo, nos avisa, al final, que
mantenerse fiel a uno mismo no es tan fácil: «arduo, ciertamente, debe ser lo
que tan raramente se encuentra… Todo lo excelso es tan difícil como raro». Así
que el camino sigue costando, y lo valiente sigue siendo hacer lo preciso, aunque
se prefiera lo contrario.
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