Quien vive empeñado en demostrar lo mucho que vale suele
acabar exhibiendo la flor de su estupidez. Porque si hay una ocupación estéril
y llamada a la decepción es la de procurar ser siempre los mejores.
Por otra
parte, ¿de qué nos serviría? Es cierto que quien goza de mucha admiración suele
recibir interesantes privilegios, pero, ¿vale la pena si el precio es su alma,
como le sucedió a Fausto? ¿Vale la pena si le procura envidiosos y rivales,
como retrata la leyenda de Mozart y Salieri? Por otra parte, ¿qué muestra de
nuestro valor ofrece el hecho de que nos consideren superiores? La verdadera
dignidad se construye desde dentro, el verdadero mérito se gana con respecto a
uno mismo.
Resultaría iluso, para
quien no sea ermitaño o robinsón, despreciar por completo la necesidad de prestigio.
Lo precisamos para que los otros nos valoren e incluso para nuestra autoestima,
que construimos a partir de las señales que recibimos de los demás. En esto, como
en casi todo, hay que apostar por el camino medio que recomendaba Aristóteles.
Los atenienses, que despreciaban a quien no era rico y culto, desterraban a los
más envidiados. Da una gran paz pensar que no somos el último de la fila, pero
que a la vez siempre habrá alguien por delante nuestro. Vivir y dejar vivir.

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