Nos conmueve imaginar a aquel viejo bardo que era Walt
Whitman, vagabundeando con su barba de profeta por las llanuras vírgenes de América
y proclamando entusiasta: «Yo me celebro y me canto». Esas pocas palabras me
sacudieron como una descarga cuando las leí de joven, en un tiempo en el que no
tenía muy buena opinión de mí mismo. Las convertí en una enseña del amor propio
escatimado por mi baja autoestima.
La juventud es así de exagerada en todo: en
lo hermoso y en lo atroz, en lo apasionado y en lo denigrante. Whitman fue el
poeta de un país joven que miraba el mundo con ganas de comérselo (cosa que por
desgracia haría, aunque ese es otro asunto). El romanticismo entero es la
pasión de una burguesía llena de épica y complejos, como todo adolescente. Pero
ni Byron ni Bécquer llegaron a viejos, y en cambio Whitman logró convertirse en
el poeta viejo más joven que ha habido, «no más modesto que inmodesto», según confesó.
Personas como Whitman
iluminan nuestras penumbras de la madurez con rachas de nostalgia por las
preciosas demasías de la juventud. Jamás logré celebrarme como él decía, pero
con los años, a medida que se moderaban mis sueños de grandeza, languideció el
desprecio por mí mismo y aprendí a quererme.
No hay comentarios:
Publicar un comentario