martes, 17 de diciembre de 2019

Hablar de más

Reconozcámoslo: demasiadas veces hablamos más de la cuenta.
Somos seres irremediablemente parlanchines, histriónicos y cotillas. Es como si las palabras se nos agolpasen en la boca, ávidas de mundo y de aventura. Es como si doliese lo que queda por decir. Pero la palabra suelta es como la piedra lanzada: ya no tiene remedio.


    Eso no debería impedirnos decir lo necesario ―porque hay palabras que hacen falta―, pero sí hacernos precavidos, como si tuviéramos un cóctel molotov en las manos. La prudencia solo es excesiva cuando sirve de excusa a un carácter pusilánime.

Yo me he arrepentido mucho más de las palabras que de los silencios. Las palabras han proclamado mi ignorancia. Con ellas he fundado mentiras perniciosas. En ellas han hallado carnaza quienes no me querían bien. Sin embargo, no se trata tanto de arrepentirse ―lo que cuenta no es el arrepentimiento, sino lo que uno hace con él antes de desecharlo― como de refundar la prudencia. Hay que evitar ser enemigo de uno mismo. Antes de hablar, preguntémonos, como los lacónicos, si lo que vamos a decir será útil, justo y apropiado. «El que sabe no habla, el que habla no sabe», sentencia Lao-tsé: ante la duda, mejor el silencio. No para ocultarnos tras él, sino para empezar a saber.

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