Reconozcámoslo: demasiadas veces hablamos más de la
cuenta. Somos seres irremediablemente parlanchines, histriónicos y cotillas. Es
como si las palabras se nos agolpasen en la boca, ávidas de mundo y de
aventura. Es como si doliese lo que queda por decir. Pero la palabra suelta es
como la piedra lanzada: ya no tiene remedio.
Eso no debería impedirnos decir lo
necesario ―porque hay palabras que hacen falta―, pero sí hacernos precavidos,
como si tuviéramos un cóctel molotov en las manos. La prudencia solo es excesiva
cuando sirve de excusa a un carácter pusilánime.
Yo me he arrepentido mucho
más de las palabras que de los silencios. Las palabras han proclamado mi
ignorancia. Con ellas he fundado mentiras perniciosas. En ellas han hallado
carnaza quienes no me querían bien. Sin embargo, no se trata tanto de
arrepentirse ―lo que cuenta no es el arrepentimiento, sino lo que uno hace con
él antes de desecharlo― como de refundar la prudencia. Hay que evitar ser
enemigo de uno mismo. Antes de hablar, preguntémonos, como los lacónicos, si lo
que vamos a decir será útil, justo y apropiado. «El que sabe no habla, el que
habla no sabe», sentencia Lao-tsé: ante la duda, mejor el silencio. No para ocultarnos
tras él, sino para empezar a saber.
No hay comentarios:
Publicar un comentario