La razón es cuidadosa y diestra, pero lenta y limitada.
Necesita mucha información, y tiempo para analizarla. A menudo no tenemos ni lo
uno ni lo otro: urge la respuesta y los datos escasean.
Nos quedan entonces los
automatismos atávicos del instinto, que es inmediato pero ciego, por lo que
igual puede salvarnos que empeorar las cosas: plantar cara cuando habría que
huir, agredir cuando habría que contenerse…
Por suerte disponemos de un camino
intermedio: la intuición. La intuición observa globalmente, rellena los huecos
de información con hipótesis basadas en la contingencia, tiene en cuenta las
señales de las emociones y los hábitos que ha consagrado la experiencia. La
intuición no obedece a certezas, percibe conjuntos con sentido, gestalts que ordenan el caos fenoménico inconscientemente.
Por eso es muy arriesgada, y a menudo mete la pata, y hay que contrastarla con
el análisis.
Pero no podríamos vivir sin
ella. Porque tiene su propia sabiduría y acierta a menudo. Alguien nos cae mal:
seríamos unos estúpidos si no tuviéramos en cuenta ese indicio, aunque lo
seríamos más si no lo tomáramos con prevención. Valga como resolución provisional,
que habrá que ir matizando frente a la complejidad de la vida. Luego, tiempo y
cautela.

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