viernes, 10 de enero de 2020

Virus

Siempre creí que los virus eran el artefacto destructivo más estúpido que había creado la evolución.
Meras semillas de información sin vida propia, durmientes por todos los rincones, a la espera de una célula a la que abducir para convertir en huésped zombi y factoría de nuevas copias.


    Demonios microscópicos, de una precisión perversa, pero limitada a ese maquinal parasitismo de la vida que acababa invariablemente en pura destrucción: después de eliminar al último individuo, regresan al oscuro sueño de la espera, para aguardar la llegada de nuevas remesas de víctimas.

Pero dicen que merecen más respeto, que algunos de ellos muestran métodos destructivos más sofisticados de lo que pensábamos. Parece que los hay capaces de detectar la disponibilidad de muchos o pocos huéspedes: cuando escasean, en lugar de apurarlos hasta la extinción, permanecen aletargados en su interior y solo vuelven a activarse cuando la población se ha multiplicado. Son como ganaderos que apacientan el rebaño hasta el momento idóneo para el sacrificio. ¿No es portentoso? ¿No evoca, en definitiva, nuestra profunda fragilidad? Lo más simple conspira contra lo complejo y lo supera. ¿No deberíamos aprender de ellos lo que es administrar con inteligencia los recursos?

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