Siempre creí que los virus eran el artefacto destructivo
más estúpido que había creado la evolución. Meras semillas de información sin
vida propia, durmientes por todos los rincones, a la espera de una célula a la
que abducir para convertir en huésped zombi y factoría de nuevas copias.
Demonios microscópicos, de una precisión perversa, pero limitada a ese maquinal
parasitismo de la vida que acababa invariablemente en pura destrucción: después
de eliminar al último individuo, regresan al oscuro sueño de la espera, para
aguardar la llegada de nuevas remesas de víctimas.
Pero dicen que merecen más
respeto, que algunos de ellos muestran métodos destructivos más sofisticados de
lo que pensábamos. Parece que los hay capaces de detectar la disponibilidad de
muchos o pocos huéspedes: cuando escasean, en lugar de apurarlos hasta la extinción,
permanecen aletargados en su interior y solo vuelven a activarse cuando la
población se ha multiplicado. Son como ganaderos que apacientan el rebaño hasta
el momento idóneo para el sacrificio. ¿No es portentoso? ¿No evoca, en
definitiva, nuestra profunda fragilidad? Lo más simple conspira contra lo complejo
y lo supera. ¿No deberíamos aprender de ellos lo que es administrar con
inteligencia los recursos?
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