martes, 7 de enero de 2020

Mensajes

Los mensajes escritos, que antes intercambiábamos con la parsimonia del tiempo y la resignación de la distancia
, que atesorábamos como reliquias de querencias remotas, se nos han hecho precipitados y numerosos. La información ha roto todas sus limitaciones y se ha derramado, como una avalancha, hasta el más recóndito minuto.


   ¿Quién de nosotros no vive ya pendiente de la continua cháchara del móvil, y no cae en la tentación de publicar como noticia la menor ocurrencia, el detalle más prosaico de los escombros cotidianos?

Los que crecimos en una época de silencios dilatados y sentimos la sorpresa del sobre en el buzón, esos indómitos papeles que surcaban lejanías para llegar hasta nosotros, sabemos que esta nueva edad de inmediatez y profusión tiene sus cosas buenas y otras que no lo son tanto. Conocer las noticias cuanto antes facilita hacer más cosas, pero, ¿no corremos el riesgo de que las palabras se nos queden sin mensaje? ¿No hay una pérdida en ese vivir ausente, pendiente de pantallas y teclados? La facilidad invita a lo superficial, que no es malo en sí mismo, pero sí cuando se multiplica y le escatima el alma a la materia. Dicen que la reclusión en distancias cortas ha hecho aumentar el número de miopes: ¿nos estaremos perdiendo el horizonte?

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