Los mensajes escritos, que antes intercambiábamos con la
parsimonia del tiempo y la resignación de la distancia, que atesorábamos como
reliquias de querencias remotas, se nos han hecho precipitados y numerosos. La
información ha roto todas sus limitaciones y se ha derramado, como una
avalancha, hasta el más recóndito minuto.
¿Quién de nosotros no vive ya pendiente
de la continua cháchara del móvil, y no cae en la tentación de publicar como noticia
la menor ocurrencia, el detalle más prosaico de los escombros cotidianos?
Los
que crecimos en una época de silencios dilatados y sentimos la sorpresa del
sobre en el buzón, esos indómitos papeles que surcaban lejanías para llegar hasta
nosotros, sabemos que esta nueva edad de inmediatez y profusión tiene sus cosas
buenas y otras que no lo son tanto. Conocer las noticias cuanto antes facilita
hacer más cosas, pero, ¿no corremos el riesgo de que las palabras se nos queden
sin mensaje? ¿No hay una pérdida en ese vivir ausente, pendiente de pantallas y
teclados? La facilidad invita a lo superficial, que no es malo en sí mismo,
pero sí cuando se multiplica y le escatima el alma a la materia. Dicen que la
reclusión en distancias cortas ha hecho aumentar el número de miopes: ¿nos estaremos
perdiendo el horizonte?
No hay comentarios:
Publicar un comentario