La autenticidad es sin duda una virtud, puesto que vindica
la verdad. Sin embargo, me parece una virtud sobrevalorada: la vida va primero.
Ni necesitamos mostrarlo todo, ni nos conviene; ni siempre beneficia a alguien.
Hay sinceridades incendiarias que encubren el desdén y el despotismo.
La discreción
me parece más prudente y a menudo más bondadosa. También es más difícil, y
requiere un afinado tacto. Algunas ignorancias son necesarias, o al menos
convenientes. Eso incluye optar a veces por una cierta impostura piadosa,
aunque roce la resbaladiza frontera de la mentira.
La vida social sería
imposible de sobrellevar con una autenticidad estricta. Sin llegar al engaño,
la urbanidad y la cortesía hacen viable la convivencia con su escenificación
benévola, con su repertorio de convenciones rudimentarias pero eficaces. ¿Qué
le importan mis tristezas al tendero? ¿Por qué atormentar con mis malos humores
a la vecina, si hasta yo los eludiría, si pudiera? Una sonrisa, unas buenas
palabras, nos ayudan a todos, incluso a mí, que al forzarlas tal vez acabe
creyéndolas. Hay imposturas precursoras de realidades por inventar. ¿No son
auténticas, en ese sentido performativo? Aristóteles aceptaría que incluso la autenticidad
requiere buen juicio y moderación.

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