Siempre que paso por delante del bar donde tomaba el café
matutino, con su áspera estampa de persianas metálicas bajadas, no puedo
evitar preguntarme qué habrá sido del simpático dueño y su amable familia.
¿Por
qué cerrarían de la noche a la mañana? ¿Los sacudiría una grave enfermedad, o
simplemente el negocio no salía a cuenta? ¿De qué vivirán ahora?
No suelo entrometerme en la vida de los
demás. ¡Bastante atareado me tiene la mía! Sé que en mis inquietudes por esta
familia no hay tanto curiosidad como un difuso afecto difícil de descifrar.
Creo, honestamente, que esta vaga punzada no se debe a echarlos de menos ―nunca
dejaron de ser unos extraños―, sino al hueco que abrieron abruptamente en un
rincón familiar de mi cotidianidad. Un vacío repentino y silencioso que no me
permitió despedirme. Las puertas se cerraron en la calle, pero no en mi
geografía íntima.
Eso me sugiere que el duelo
pasa por ponerle trazos a la pérdida. Como en los relatos, ansiamos que la vida
narre sus desenlaces, oponerle al vacío una despedida, saber al menos qué fue
de lo perdido. En los accidentes de avión nos desesperamos por encontrar los
cuerpos: hay que poder afrontar el final, hay que marcar con señales la
ausencia para que no se llene de fantasmas.
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