En unos días hemos pasado de vivir normalmente a tener
que recluirnos a cal y canto, cercados por una pandemia galopante. Creímos que
a nosotros no nos pasaría. Nos hemos acostumbrado a considerar que la ciencia y
la tecnología lo pueden resolver todo, y que nuestra sociedad ya cuenta con los
mecanismos para afrontar cualquier emergencia. Las enfermedades y otros percances
masivos eran cosa de los países pobres, esos de los que nos hablan por la tele.
Los psicólogos llaman ilusión de invulnerabilidad a esa convicción de que «a mí no me pasará».
Caemos en ella a menudo y con muchas cosas: hasta que no nos las vemos delante
de las narices, creemos que solo les afectan a los demás, impregnados de
aquella creencia primitiva, mágica, de ser distintos o especiales, de estar tocados
o protegidos por un poder privilegiado. El caso más paradigmático es el de la
muerte: aunque sepamos con seguridad que moriremos, ¿quién no ha alimentado de
joven la fantasía de que solo se mueren los otros?
La ilusión de invulnerabilidad
demuestra lo parciales que suelen ser nuestras ideas. Por ella, mucha gente se queda
tirada sin gasolina o acude tarde al médico, y nos ha hecho subestimar la agresividad
del coronavirus. Han tenido que obligarnos a ser prudentes, y quizá pecaron de imprudentes
al no hacerlo antes.

No hay comentarios:
Publicar un comentario