Me entero, por las curiosidades del Google, de la historia
de Ignaz Semmelweis, que viene muy a cuento en estos trances de gérmenes aciagos.
El doctor húngaro del XIX merece nuestra memoria no solo por descubrir la importancia
de que los médicos se lavaran las manos, cuando aún no se sabía nada de agentes
microbianos, sino por ser un ejemplo de lucha empecinada y naufragio contra la
cerrilidad mental.
A veces, el mérito más grande es mantener
limpios los lentes del sentido común. Semmelweis se dio cuenta de que morían
más parturientas cuando se las atendía después de practicar una autopsia.
Dedujo la transmisión de «partículas cadavéricas» a través de las manos de los
médicos. Se hicieron pruebas de lavado estricto de manos y… voilà, la mortalidad cayó en picado.
Pero a los doctores no les
hizo gracia que se les implicara en la muerte de sus pacientes, y Pasteur aún
no había demostrado que son los gérmenes los invisibles transmisores de enfermedades.
Así que condenaron al ostracismo a Semmelweis, y como este siguió en sus trece lo
internaron en un asilo para enfermos mentales, donde murió con solo 47 años por
las heridas de una paliza que le propinaron sus vigilantes. Triste final para
quien debería haber sido honrado como un genio. Cada tiempo tiene sus crucificados.
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