Murió Aute. Se confundió, uno más, en la trágica compaña
de abatidos que arramblan estos meses tan feroces. La
mayoría, doblegados por el virus. Su mal fue otro, la muerte fue la misma. No se distinguen silencios en pleno clamor de la batalla.
Pero en medio de la incontable herida, con Luis Eduardo se desfonda un rincón del alma. Y tantos enclaves del pasado de mi generación, que va menguando,
que ya tiene más recuerdos que esperanzas. Aute los marcó casi todos con su requiebro
misteriosamente tierno. Nos enseñó algunos secretos del amor, musicó nuestros desasosiegos,
azuzó ciertos corajes. Regalando poemas, pinturas y canciones. Perturbador
y discreto, siempre con una vuelta inédita en la tonada o en la metáfora. Un
tremolar de luces en el agua del alma.
De joven me hice cantautor por Krahe, pero también
por Aute. No había nadie que no escuchara con gratitud Al alba o Las cuatro y diez. Él nos había enseñado a embelesarnos sin pedir nada más, a saborear la emoción de
callar juntos. Escribí canciones imitándole.
Y se fue a por el mar, como había prometido. Naufragó en el mar de los poetas, que está hecho de deseo infinito y
polvo enamorado. Nos dejó con alevosía, yendo a lo suyo, que siempre resultó ser
nuestro. Languidece un poco la luz sin su latido.
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