Coronavirus, le llaman. Una maldición bíblica en pleno siglo XXI. Un
inaudito desbarajuste mundial que ha sacudido nuestras vidas hasta los
cimientos. El horror, partiendo el corazón del mercado triunfante.
Se cumplen tres semanas de confinamiento. Es
difícil decir si las casas son más refugio o prisión. Tampoco importa. Lo único
que importa es la imparable oleada apocalíptica de contagiados y de muertos, el
esfuerzo sobrehumano de quienes intentan ayudar a curarlos, el escándalo de
haber llegado hasta aquí y el terror de no saber cuándo ni cómo saldremos.
Cuesta creer que, en la era
espacial, un rudimento de organismo microscópico pueda poner en jaque al mundo.
Pero en esta apreciación hay al menos dos errores, y son los que nos han
llevado a caer en la trampa de menospreciarlo: primero, no estábamos tan
avanzados como creíamos; segundo, el mundo ya andaba quebrado y a la deriva
antes del coronavirus. La desigualdad, el imperio del hipercapitalismo, el
deterioro del medio ambiente, el agotamiento de recursos... El virus se ceba
donde halla la espina dorsal rota. Más rota de lo que pensábamos, en países como
Italia y España, que por algo están batiendo todos los récords de casos y,
sobre todo, de muertos. Algún día sabremos cuánta gente murió porque no hubo
recursos para salvarla.
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